Después de leer muchos y voluminosos
libros sin entender nada, un buen día decidí que tenía vocación
de escritor. Comencé a ejercer mi nuevo y secreto vicio en la más
estricta de las privacidades, deleitándome egoístamente con mi
arte. Cuando salía a la calle y alternaba con el vulgo, un aire de
superioridad me rodeaba, una superioridad misteriosa y
callada...interesante. Mi comportamiento era extraño. Me aislaba de
los grupos numerosos...Perdí algunos amigos (imbéciles que no
sabían apreciar mi sensibilidad y mi talento)...¡Envidiosos, pues!
Frecuentemente me retiraba a escribir versos en los excusados y en
los bares. Fui tachado de extravagante y raro, se habló de clínicas
psiquiátricas y terapias de grupo, pero ninguno de los improvisados
doctores que me rodeaban llegó a sospechar que a esas alturas era ya
un escritor consumado.
Yo me reía de todos ellos y seguía
escribiendo mis versos, cuentos y novelas en secreto. Mi nueva
vocación se había apoderado de mi. Escribía a todas horas
encerrado en mi cuarto, a veces pasaba días enteros sin comer, y
ninguno de los vulgares mortales que me rodeaban llegaba a atisbar
siquiera mi gran secreto: ¡yo era un artista, sí, un gran artista!
Al cabo de cinco años de trabajar
rodeado de misterio y sin contacto con nadie, sólo con las musas,
había acumulado diez mil ochocientos cincuenta y tres relatos,
cuatrocientos cincuenta mil poemas, veinte mil ensayos y cincuenta
novelas de tres mil páginas cada una. Seguí a rajatabla el consejo
de Rubén: cuando una musa te dé un hijo, queden las otras ocho
encintas.
En mi cuarto ya no cabía una hoja más
y tuve que dormir sobre los manuscritos de mi gran obra, haciendo
algo de espacio para comer...Hablando de comer...¿a qué hora sirven
el rancho en este manicomio de mierda?