Recuerdo que siempre
tomaba la piedra (¡perdón! canto rodado) entre mis manos y la
acariciaba con la esperanza de obtener, después de frotarla cual
lámpara de Aladino, la concreción de uno de esos deseos telúricos
nacidos en las entrañas del ser. También recuerdo que, apenas un
segundo después de concebir el deseo y acariciar la piedra,
desechaba la acción por ilusoria y me abochornaba por creer en esas
tonterías. Mas la piedra (el canto rodado) nunca me recriminó mis
arrebatos de racionalidad extrema y pocas veces pensó en alejarse de
aquél compañero (yo) tan descreído. Tuvieron que pasar muchos años
para que aprendiera que un hombre de conocimiento debe ante todo
creer.
Ahora pienso que ese canto
rodado (¡por fin!) siempre me tuvo cariño o, por lo menos, alguna
especial deferencia. La razón de este singular pensamiento trato de
hallarla en el día de sol en que caminaba, confundido, por Playa de
los Cocos, rodeado de surfistas y demás fauna, y de pronto la vi (o
ella me vio a mi).
Su espalda lustrosa,
pulida por muchos siglos de agua de mar y contacto abrasivo con la
arena me recordó, irónicamente, a mi profesor de Ciencias de la
Tierra, porque una sonrisa malévola, de niño que viola un precepto
milenario, trajo a mis labios la palabra piedra. Enseguida me
trasladé al a veces destestable salón de clase y escuché las
iracundas palabras del viejo profesor Sívoli:
-¡Piedra no, coño! Se
dice ROCA...R-O-C-A...ROOO...CAAAA...
La pequeña sonrisa casi
se desató en una rotunda carcajada, pero las miradas acatarradas y
las narices respingonas de mis vecinos de playa contuvieron mi
arrebato iconoclasta. Después de todo ¿podrían saber ellos en qué
consiste la sutil diferencia entre llamar piedra o roca a un canto
rodado? También sentí la risa callada de la piedra y casi la
escuché promulgar su negativa a ser llamada roca.
Fue por aquello días
cuando empecé a notar que podía escuchar mensajes provenientes de
eso que las gentes llaman cosas, de tal manera que no me extrañó en
demasía aquél diálogo pedestre y pude saber, encantado, que ese
pequeño objeto que ahora tenía entre mis manos era de rancia
estirpe, tan viejo como Adán (y por lo visto, más afortunado) y
que, en su deambular bohemio por todas las playas y todos los mares
del mundo, era una especie de Harum-al-Raschid del reino mineral al
cual le fascinaba vivir entre las piedras olvidadas por los manuales
de mineralogía y recoger esas vivencias cotidianas, tan exquisitas
en sus detalles y siempre más suntuosas que la majestuosidad
artificiosa.
Recuerdo que era un
pedrusco versado en poesía, eximio catador de vinos (su experta
nariz había degustado el primer y rudimentario caldo producido por
el hombre), filósofo de juicios certeros y profundidad sencilla,
dueño de una presencia tan envolvente que comencé a pensar que yo
había sido elegido por él, como Ulises por las sirenas de la costa,
cuando caminaba, confundido, por Playa de los Cocos.
Esa primera tarde pasó
embriagada de poesía y de bohemia pirotécnica, y aquél diminuto
pedrusco que apenas ocupaba mi puño me aprisionó de tal forma que,
al guardarlo en el bolsillo de pantalón para marcharnos, me sentí
contenido más que continente, esclavo más que amo.
El pedrusco me atrapó y
mi comportamiento con él fue un tanto egoísta. El sólo hecho de
haberlo llevado a casa y privarlo de seguir conociendo gente y
piedras fue, pensándolo a distancia, casi delictivo, un tanto
criminal. Aunque es necesario decir que él se fue conmigo en calidad
de huésped accidental, deseoso de un descanso momentáneo de una
vida errante, sin dueño y sin destino, pero nada definitivo, nunca
anquilosamiento sedentario entre almohadones.
También diré que no fue
sólo posesividad de mi parte, pues él, contrario a su naturaleza de
ave migratoria, se vio envuelto conmigo en un afecto inusitado y tal
vez estos dos elementos, mi posesividad y su afecto, se conjugaron
para que su estadía en mi casa se alargara más de lo debido. Así,
él se convirtió en mi talismán y yo en su sombra y aunque no había
razón evidente para separarnos, yo intuía que para él lo único
permanente era el recuerdo y que, en modo alguno, debía convertirme
en un carcelero de afectos.
Estas y otras reflexiones
me impulsaron a tomar una decisión a la vez lamentable y saludable.
La complicidad entre ambos era tal que me bastaba mirarlo descansando
al lado de mi antigua máquina de escribir para saber que leía
claramente mis pensamientos y -lo sé- me los agradecía.
Un día lo devolví al
mar...
Hoy, al volver atrás la
mirada y unir los puntos del sendero de mi vida, pienso en el pequeño
pedrusco, maestro en el vivir en ese lugar mágico no contaminado por
el tiempo: el afecto.
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